Trump no es proteccionista: es civilizacional, y está impulsando un nuevo orden liberal mundial. Sus recientes anuncios sobre Canadá, Groenlandia y el Canal de Panamá deben entenderse en ese registro. Y todo lo que hace tiene impacto en los intereses geoestratégicos de la Argentina.
Julio Burdman
14 de enero de 2025
Se suele repetir que Donald Trump es proteccionista. Todos hemos caído en esa tentación alguna vez, dada su agresiva política arancelaria hacia China y otros países. Contra la corriente, Milei venía advirtiendo que lo de Trump no era proteccionismo, sino geopolítica. Y las últimas y provocativas propuestas que Trump lanzó sobre Canadá, Groenlandia y el Canal de Panamá le dan la razón: la cabeza de Trump funciona geopolíticamente.
Para empezar, el proteccionismo original era más que una simple política de aranceles a las importaciones. Era toda una doctrina económica, teorizada por el economista alemán Friedrich List, quien en el siglo XIX sostenía que las "industrias infantiles" -es decir, aquellas empresas que recién comienzan, y que pretenden ganar espacio en una economía internacionalizada- debían ser protegidas de la competencia externa por sus gobiernos, para que pudieran alcanzar cierto nivel de desarrollo "puertas adentro" antes de salir a nadar al mar abierto del comercio mundial. Esa protección que proponía List, pensada para una Alemania que iba a la saga de las dos potencias económicas de la época -Inglaterra y Francia- incluía subsidios, crédito público regalado y otras políticas "industriales", con la idea de que son los gobiernos los que ayudan a crecer a las "fuerzas productivas de la nación".
Ese proteccionismo tiene doscientos años, se parece a nuestro desarrollismo (que tiene casi cien años), pero no es lo que Trump tiene en mente, y no forma parte de la realidad de Estados Unidos en el siglo XXI. Aquél proteccionismo era una respuesta al libre comercio; los aranceles de Trump, en cambio, son una estrategia política para frenar a los nuevos proteccionistas, a los herederos de List en el siglo XXI, que son quienes tergiversaron las reglas del añorado libre comercio mundial. China, la principal potencia exportadora, protege y subsidia fuertemente a su industria básica, electrónica incluida, transformando el sentido de la libre competencia en un mercado mundializado. Contra eso lucha Trump.
Trump no piensa que la industria norteamericana sea infantil, no se mete a opinar sobre lo que hacen o dejan de hacer los empresarios de su país, y no planea crear un Banco Nacional de Desarrollo para darles crédito barato. Tampoco busca redistribuir recursos fiscales hacia las actividades protegidas: su modelo son aranceles geoeconómicos, pero con recortes impositivos y más desregulaciones. Trump sueña con volver al viejo mundo del libre comercio y el estado mínimo. Lo que lo diferencia de algunos de sus predecesores en el cargo, es que tiene bien claro que aquél mundo del comercio libre estaba dominado por las potencias occidentales, y que había sido creado por ellas. Y lo dice sin eufemismos. En ese sentido, Trump es menos sutil y más (geo)político que otros presidentes. Negocia fuerte, busca imponerse y quiere dominar, para poder construir un mundo a la medida de los intereses estadounidenses.
Por esa razón, la geopolítica de Trump es civilizacional. Quiere volver a poner a Estados Unidos en ese rol de liderazgo, y desde allí reconstruir su ideal de Occidente. Que no sería otra cosa que el sistema de valores que comparte y pregona desde y para su país: la civilización del mundo libre.
En sentido estricto, Estados Unidos nunca fue un país imperialista pero siempre fue un país que buscó exportar su propio modelo al mundo. El sueño americano fue la base del añorado orden liberal, hoy en crisis. Y ese sueño es lo que Trump defiende y propaga. El proteccionismo y el nativismo son doctrinas de pago chico; Trump es un exportador de sueños. Quiere recuperar y expandir la civilización.
Por eso, sus recientes manifestaciones sobre Canadá, Groenlandia y el Canal de Panamá deben ser leídas en tres niveles. Por un lado, Trump está -al menos- señalando aquellos espacios que serían de interés estratégico para la afirmación geoeconómica de Estados Unidos. El control del Ártico y sus nuevas rutas navegables (Canadá y Groenlandia) y del principal pasaje bioceánico (Canal de Panamá) le darían a Estados Unidos la llave completa de la navegación marítima mundial, que es una de las dos principales razones por las que nuestro mundo contemporáneo es global. La otra es la instantaneidad de las comunicaciones, tema del que nos ocuparemos otro día.
Por otro lado, si Estados Unidos desplegara libremente de sus bases militares (y misilísticas) en Canadá y Groenlandia, casi no necesitaría de otros aliados militares para atacar cualquier punto del planeta, o defender su territorio de cualquier ataque.
Cuánto de todo esto sería posible de lograr para Trump, no lo sabemos. No obstante, él ya señaló un norte. Y por esa razón, el tercer nivel de lo que dijo Trump es el más importante. La geopolítica de Trump, más que clásica (militar y territorial), es contemporánea (sociocultural). Trump no habló realmente de anexar los territorios de Canadá, Groenlandia y Panamá. Hizo algo aún más audaz: invitó a canadienses, groenlandeses y panameños a hacerse estadounidenses -y, de paso, llevar sus territorios con ellos. Los invitó a MAGA, a la batalla civilizacional.
No sabemos si esto será posible. Pero tal como en el primer nivel, Trump planteó una meta civilizacional. Muchos canadieses, groenlandeses y panameños ya miran a Estados Unidos. ¿Quiénes más recibirán la invitación? Elon Musk desde SpaceX planea construir habitabilidad en la Luna y Marte en pocos años, y seguramente los próximos residentes marcianos y lunenses recibirán invitaciones similares para sumarse a la federación civilizacional...
Muchos canadienses -sobre todo, fuera del Québec francohablante- ya miran con buenos ojos la fusión con Estados Unidos, de acuerdo con algunas encuestas. Sobre todo los "new canadians", es decir los inmigrantes de primera generación que llegaron desde Asia, África y América latina a Canadá como un plan B frente a la aspiración real de ir a Estados Unidos, y que son los más permeables a la tentadora propuesta de Donald. Y muchos groenlandeses hace tiempo quieren salirse del control de los daneses, y solo tienen claro que no saben cómo hacerlo; allí también Trump metió un dedo en la llaga.
Argentina, como Canadá y Groenlandia, también es un país polar. Nos proyectamos a la Antártida. Y, como Panamá, supervisamos pasajes bioceánicos (Beagle y Drake). Además, tenemos un gobierno subido a la batalla civilizacional. Todo esto plantea desafíos para nuestra política exterior, siempre guiada por el objetivo de recuperar el gobierno de las islas y los mares del Atlántico Sur y hacer valer nuestros derechos históricos en el continente blanco. En principio, Argentina debería prestar atención al inequívoco foco puesto por Trump en el Ártico y la navegabilidad marítima, y aprovecharlo. Dado el amplio conocimiento que tenemos los argentinos de la Antártida, deberíamos sumarnos como país observador del Consejo del Ártico, y compartir nuestra perspectiva autorizada sobre todo lo que allí se discute. A fin de cuentas, somos uno de los muy pocos estados antárticos que no integran el Consejo del Ártico; eso aumentaría nuestro prestigio como país que participa de las discusiones sobre el futuro de los polos, los océanos y el mundo, aumentada por nuestra legítimidad en el Atlántico Sur Antártico. En el futuro de los polos está nuestra futura geopolítica austral.