Fenómeno Barrial. 

Geopolítica desde el extremo sur

Abel Fernández

6 de octubre de 2024

Para plantearles que es necesario que pensemos la geopolítica desde Argentina, desde el lugar que tenemos en el sistema global y el que aspiremos a tener, empiezo por explorar el origen de esta disciplina. Porque su idea central es elemental y muy abarcadora a la vez: tomar en cuenta los datos de la geografía física, demográfica y económica, para evaluar las capacidades y, hasta cierto punto, los objetivos posibles de las naciones.

 

Eso es algo que han hecho desde el principio de la historia reyes, conquistadores, presidentes y primeros ministros. Todos han tenido y tienen que tomar en cuenta los datos de la geografía para librar sus guerras. Hasta para hacer la paz.

 

Muchos pensadores también han tomado en cuenta la geografía para entender mejor los asuntos humanos. Tucídides, el patrono de todos los que nos interesamos en las guerras y sus causas, hace 2500 años tenía presente datos geográficos para analizar la guerra entre Atenas y Esparta.

 

Pero la geopolítica como disciplina académica surge en un lugar y un tiempo determinado. Sus autores clásicos, escriben a fines del siglo XIX y principios del XX, en Europa y en los Estados Unidos de América.

 

Por supuesto, ni el tiempo ni el lugar eran casuales. Vale la pena enfocarlo -en un breve párrafo- como resultado de un proceso histórico de siglos: el surgimiento del estado-nación moderno. Aparece en Europa con la Paz de Westfalia, cuando concluyen por agotamiento las guerras de religión. Y luego que la Revolución Francesa demuele las viejas jerarquías e introduce los ejércitos de masas. Ese proceso continuó, hasta que hoy el Estado nacional es la forma de organización global,  y la identidad básica de las sociedades humanas.

 

Pero las naciones no son iguales, salvo en teoría, y podemos ser más precisos en cuanto al surgimiento de la geopolítica. Aparece después que Prusia unifica Alemania, que la Guerra Civil norteamericana define su destino de potencia industrial continental, y que la Restauración Meiji da comienzo a la industrialización acelerada del Japón. Cuando están definidos los actores -algunos viejos, otros nuevos- que competirán por la hegemonía global en la primera mitad del siglo XX: Gran Bretaña, Francia, Alemania, Rusia, EE.UU. y Japón. Es una geopolítica de y para las grandes potencias.

 

De ese momento histórico, y pensando en esos actores, en el marco de un capitalismo industrial y financiero en expansión, escribieron los que llamamos algo arbitrariamente los "clásicos", los padres fundadores de la geopolítica: los alemanes Friedrich Ratzel, Karl Haushofer, el estadounidense Alfred Thayer Mahan y el británico Halford Mackinder.

 

Sería interesante, pero haría demasiado largo este artículo, explorar lo que sigue vigente de sus escritos. Aquí toco solamente los cambios decisivos que no podían prever: escribían sobre un mundo en el que no existían aviones ni misiles de alcance intercontinental, y no había armas nucleares. Sobre todo, un mundo donde la hegemonía económica y militar occidental era absoluta, con la excepción japonesa y -según se mire- rusa. Pero ambas potencias estaban integradas a lo que se llamaba la Civilización Occidental. O, simplemente, la civilización. No es el mundo actual.

 

Los estudios geopolíticos han evolucionado. Actualmente, se escribe sobre las instituciones y los organismos internacionales, y se dedica mucha atención a los riesgos ambientales. Pero los estados nacionales siguen siendo hasta hoy los únicos actores con poder militar para imponer sus decisiones a otros estados.

 

Por eso, guste o no guste, las grandes potencias, definidas como las que pueden ejercer fuerza militar mucho más allá de sus fronteras, siguen siendo los actores hegemónicos en el sistema global. Aunque esa realidad tiene matices que no estaban presentes un siglo atrás. El factor más obvio es la posesión de armas nucleares. El arsenal nuclear de la Federación Rusa le permite ejercer disuasión más allá del alcance de sus ejércitos. Eso también es cierto, para su entorno regional, de  estados menos poderosos, como Corea del Norte o Israel. Un factor menos obvio es la capacidad de construir armas nucleares, aunque esté acompañada de la decisión de no hacerlo. Ese sería el caso argentino, por ejemplo. Pero eso forma parte de una materia mucho menos debatida hasta ahora: las capacidades científicas y tecnológicas como aspectos decisivos del poder nacional. Nuevamente, Israel es el ejemplo más elocuente, pero por cierto no el único.

 

Igual, la geopolítica tradicional tuvo presente que el avance de la tecnología -como los ferrocarriles, el motor de combustión interna que convirtió al petróleo en el factor geopolítico más importante, los satélites que observan y registran todo lo que ocurre en la superficie de nuestro planeta,...- cambian las realidades geopolíticas. Y lo seguirán haciendo.

 

Pero nada de eso suprime la realidad que se ha mostrado a lo largo de la historia humana: ser más débil que un posible agresor es peligroso. Al menos, es necesario estar en condiciones de exigirle un precio alto por su agresión.

 

Este repaso de conceptos más o menos evidentes se justifica porque hay una realidad geopolítica global. Que Argentina debe enfrentar desde su ubicación geográfica y sus recursos naturales y humanos. Nosotros estamos, junto a Chile, en el sur del continente sudamericano, la región del planeta más cercana al Polo Sur y el continente antártico, en el hemisferio, donde la superficie de los océanos supera en mucho a la de los continentes. Somos el extremo Sur.

 

Se puede decir que de los autores clásicos de la geopolítica, Mahan, que escribió La influencia del poder marítimo en la historia sería el más apropiado para nuestra situación. Y es cierto... aunque no seamos los dueños de ese poder. La Argentina debería ser un país con gran presencia en los mares: nuestro comercio exterior ha sido y es en su gran mayoría por mar. Pero no hemos tenido la base industrial ni -salvo en breves períodos- la voluntad política para desarrollar flotas propias.

 

Esa es la clave de nuestros conflictos y relaciones -y, en alguna medida de nuestra semidependencia- con Inglaterra, la nación que domina los mares  entre 1805 -batalla de Trafalgar, cuando derrota las flotas de Francia y España, hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial.

 

Por eso vale la pena repasar a Mahan. Analiza la capacidad de las potencias marítimas de influir más allá de sus fronteras, de obtener colonias, de dominar  a otros países a través del desarrollo de su fuerza naval, tanto en el aspecto bélico como en el comercial. Pone énfasis en el control de las rutas marítimas y insiste mucho en la necesidad de bases, que permitan el reaprovisionamiento y el despliegue de las armadas. Tuvimos un eco de sus planteos hace 42 años, en la guerra por las Malvinas. Pero hoy hay ejemplos más recientes en el Pacífico.

 

Como sea, hoy el poder global se dirime en el Hemisferio Norte, con consecuencias ineludibles para  nosotros. Además, Argentina no es una isla, ni en lo físico ni en lo sociocultural. Debemos pensar -y repensar nuestro lugar en el mundo. Aunque no debería ser con cada cambio de gobierno.

 

Tradicionalmente, nuestras clases dirigentes -y una buena parte de nuestra población también- tendían a identificarse con Europa. "El único país americano 'blanco' al sur del Canadá" era una frase corriente generaciones atrás. Más allá de ese racismo estúpido, hoy obsoleto, la opción por "Occidente" sería probablemente -seamos realistas- la que ganaría un hipotético plebiscito. Los argentinos que emigran lo hacen, en gran mayoría, hacia países "occidentales".

 

Ahora, hay dos preguntas que debemos hacernos: ¿Qué es "Occidente" en términos geopolíticos? Y ¿podemos "ser parte de Occidente"? La primera tiene una respuesta fácil: Occidente, en términos geopolíticos (no culturales, obvio) es Estados Unidos, más los países líderes de la Unión Europea, los de la Comunidad británica y Japón. El G7, en suma, más Australia y Nueva Zelanda.

 

Para responder afirmativamente a la segunda pregunta, hay dos inconvenientes -siempre en términos geopolíticos: no somos relevantes estratégicamente en ningún conflicto hoy imaginable (Kissinger decía con sorna "Argentina es una daga apuntada al corazón de la Antártida"). Y con otro país del G7, Gran Bretaña, el conflicto por la Antártida y las islas del Atlántico Sur los tenemos con él. Y no es un conflicto menor, aparte de su significado emocional: las Naciones Unidas han reconocido a Argentina la soberanía sobre fondos marinos equivalentes a un 35% de nuestro territorio continental. Una materia pendiente de nuestro país es convertir en realidad económica esa soberanía jurídica.

 

El otro inconveniente clave es que NINGUNO de esos países líderes de Occidente es hoy un cliente importante de nuestras exportaciones. Nuestros mercados están en América del Sur y en Asia. Estados Unidos sí estaría interesado en nuestros recursos naturales... pero para negárselos a su rival, que es China. Y nuestras clases dirigentes serán en gran mayoría todo lo pro occidentales que se quiera, pero no son completamente estúpidas. Aún el gobierno militar que en 1980 venía de masacrar izquierdistas, le siguió vendiendo trigo a la URSS luego que Estados Unidos decretó el bloqueo. Y nuestro gobierno actual, alineado -casi diría, enamorado- con Estados Unidos e Israel, sigue vendiendo toda la soja y la carne que puede a China. Y buscó renovar el swap porque el FMI le negaba fondos frescos...

 

En suma, todo lo que podríamos aspirar en esa opción es a ser satélites de Occidente, no socios. Y ni siquiera satélites confiables. Nuestros intereses están en otro lado.

 

Otra porción significativa de nuestros compatriotas -tal vez los más politizados- ve en la actual alianza de China y Rusia que, al enfrentarse a "Occidente" y su brazo militar, la OTAN, permite el surgimiento de un mundo "multipolar". Esta visión es correcta, en el plano militar. En lo económico, la hegemonía occidental -indiscutible a mediados del siglo pasado- es hoy un recuerdo. En todo caso, no hay ahí una opción real de ubicación geopolítica. Existe, sí, el foro de los BRICS+, una oportunidad de negocios e inversiones que el actual gobierno rechazó por razones ideológicas. Pero no es una alianza, ni siquiera informal. No hay obligaciones mutuas entre los miembros.

 

El elemento decisivo es que hoy, aunque puede hablarse de una segunda guerra fría, hay una diferencia fundamental con la primera: las potencias enfrentadas a Estados Unidos no tienen una ideología que quisieran imponer. A China nada le interesa menos que exportar su "socialismo con características chinas". Y aunque al gobierno de Rusia le agrada hacer gestos amistosos a los vecinos de Estados Unidos dispuestos a aceptarlos -aunque sea para retribuir atenciones de Washington- no ha asumido compromisos con ellos, ni hace aportes económicos. El presidente Putin tiene presente el costo económico para la vieja URSS de subvencionar a Cuba, y no le interesa repetir la experiencia.

 

En resumen, como he expresado muchas veces en el pasado, estas dos "opciones" son fantasías de ciudadanos de un país que, por no haber mantenido una tradición diplomática coherente, perciben la política internacional como un deporte espectáculo, o un "match" entre buenos y malos.

 

Para una visión realista del escenario global, recurro a la imagen expuesta en una reciente columna del estudioso argentino Ricardo Auer. Ahí señala que el concepto de "polos" es una rémora del mundo de la primera guerra fría, que exigía alineamiento en alguno de los dos grandes bloques enfrentados, o animarse a construir una alternativa propia. Hoy, escribe Auer, debemos pensar en "nodos", un sistema abierto de relaciones donde cada país puede vincularse con otros, sin que eso excluya otros vínculos. Vale la pena recordar aquí que la Federación Rusa sigue siendo un país proveedor de uranio para las centrales nucleares de Estados Unidos...

 

Así, Argentina debe mantener relaciones cordiales con Estados Unidos, decisor clave en los mercados financieros y la principal, por lejos, potencia militar del planeta. Y al mismo tiempo, fortalecer sus relaciones comerciales con China, gran cliente y también importante inversor. Y cultivar el nuevo mundo que crece: India, Vietnam, Indonesia, Egipto, y los nuevos mercados africanos.

 

Ahora, nuestro "lugar en el mundo", donde podemos ser socios importantes, es, obviamente, la América del Sur. Eso no significa, por supuesto, que renunciaríamos a la herencia cultural de Occidente (si el país cuyos ciudadanos se parecen más a los argentinos -después de Uruguay- es Italia...). Pero las alianzas, eventualmente las uniones, se construyen cuando hay intereses y peligros comunes. Ambas cosas existen en nuestro subcontinente.

 

Es significativo que los dos presidentes argentinos que mostraron conciencia geopolítica, Julio Argentino Roca y Juan Domingo Perón, por todas sus diferencias, tuvieron claro que Argentina necesitaba la paz -evitar cualquier ocasión de conflicto con sus vecinos. Y procuraron establecer alianzas con Brasil y con Chile (y esto último era especialmente difícil en el tiempo de Roca).

 

Igual, el famoso ABC es el pasado. En el presente, por más de tres décadas, hemos mantenido el Mercosur. Debilitado, cuestionado, pero ha sobrevivido a crisis, diferencias internas y a alguna hostilidad externa. Es el punto de partida con el que contamos. Y basta con una mirada al mapa de América del Sur para darse cuenta que si este subcontinente tiene una posibilidad de ser más que otro escenario para los intereses de Grandes Potencias ajenas, es a través de una alianza sólida entre Argentina y Brasil.


*Esta nota es una versión abreviada de una conferencia pronunciada en la Universidad Champagnat el 23 de agosto de 2024