Fenómeno Barrial. 

Siria, el caos precursor del orden

El derrocamiento de Al Assad, además de implicar una dramática transformación en Medio Oriente, trae una enseñanza para la Argentina: es la hora de las potencias medias regionales.

Julio Burdman

29 de diciembre de 2024

El derrocamiento de Al Assad por parte de la oposición armada en Siria es un evento que tiene impacto en todo el Medio Oriente y se proyecta a la política mundial. Los primeros análisis, como éste de Ely Karmon, destacaron la sincronización de los hechos. La ofensiva de los rebeldes del mes de diciembre coincidió con los éxitos militares de Israel sobre las posiciones de Hezbollah, la Guardia Revolucionaria Iraní y las milicias shiítas iraquíes en Siria, lo que obligó a todos ellos a salir de ese país y refugiarse en Líbano o Irak; ese vacío facilitó la ofensiva rebelde. La caída de Al Assad es también un triunfo de Israel sobre el "eje de la resistencia" liderado por Irán, y a partir de ahora las preguntas giran en torno a qué sucederá: en qué medida el eje se reconstituirá, con un redespliegue de las fuerzas desplazadas, o peor aún, si acaso el nuevo régimen emergente en Siria, hoy aparentemente contralado por Al-Julani y su HTS, no se convertirá también en parte de ese eje.  


Hay otras sincronizaciones a tomar en consideración. Por un lado, las fuerzas aliadas de Turquía y los milicias kurdas -apoyadas por Washington- están aprovechando la oportunidad para consolidar posiciones en el norte de Siria, tal como vienen advirtiendo diversos informes. El interés de Israel, dice Karmon, es que las minorías no hostiles como los kurdos, los drusos y los cristianos en general formen parte del nuevo equilibrio sirio post Assad, con la ilusión de que Damasco vuelva a ser una sociedad abierta y no caiga bajo el control de un nuevo fundamentalismo. Y esto nos lleva a la última sincronización, que es el inminente cambio de gobierno en Estados Unidos. Se va el presidente Biden, el revitalizador de la OTAN, y termina su mandato presidencial de proliferación de conflictos en todo el mundo, desde Ucrania hasta Yemen. Y llega el presidente Trump, quien promete sacar a Estados Unidos de todos esos conflictos, para poder así concentrar todos los esfuerzos en una "competencia geoeconómica intensa" -nótese el malabarismo para no escribir "guerra económica"- contra China y otros emergentes. Está segundo Trump, más decidido y avalado que el primero a realizar su geopolítica de la ruptura, está además más enfrentado que nunca al sistema de defensa estadounidense, lo que incluye a su aparato industrial militar. Sobre esto escribió Rosendo Fraga: Trump quiere pasar a retiro a los generales que -a su entender- lo traicionaron hace cuatro años, y de paso confronta con la alianza  antitrumpista entre demócratas y republicanos moderados, "la casta de Washington", que son quienes impulsaron políticamente el apoyo militar a Ucrania y otros actores en conflicto. Los planetas se alinearon para retirar al Pentágono de los conflictos globales, y quienes por acción u omisión jugaban ese juego quisieron aprovechar las últimas semanas de belicismo.

La "retirada rusa" y el espejo argentino


Además de la mencionada "retirada" estadounidense, y la francesa, la otra salida significativa del desenlace sirio, que han analizado exhaustivamente los principales tanques de pensamiento, sería la de Rusia. Aunque Al Assad y su familia partieron al exilio en Moscú, la información destacó que las tropas rusas destacadas en Siria abandonaron el territorio durante la ofensiva del HTS. Pero cabe preguntarse si éste es un dato relevante del escenario, o una exageración de los analistas.


En La derrota de Occidente, Emmanuel Todd analiza el problema de la rusofobia. Como otras xenofobias, el encono contra los rusos estaría hecho de mitos y prejuicios. Uno de estos mitos sería el de la indivisibilidad y verticalidad del poder en Rusia: allí, se dice, todo pasaría por un Putin que monitorea cada detalle de lo que sucede. Y el otro, muy de moda en los últimos años, sería la omnipresencia del Kremlin. Los rusos estarían metidos en todos los asuntos mundiales, dice el mito. Casi como en la guerra fría. Sino peor.


Siguiendo esta línea, explicar la caída de Al Assad por la inacción de Rusia sería otro caso de rusofobia: habiendo tantos otros actores y factores que nos aproximan mejor a la compleja matriz siria, poner tanto foco en lo que haga o deje de hacer Putin luce como una suerte de obsesión. Todd sostiene que, mal que le pese al análisis rusófobo, la Rusia de Putin está más orientada a consolidar su desarrollo económico interno que a la innovación geopolítica externa, y que muchas de las geoestrategias atribuidas a Moscú en la última década han sido una fabricación. 


La tesis de la fabricación rusófoba, hay que decirlo, se lleva muy bien con el argumento del Kremlin para justificar la escalada militar del 24 de febrero de 2022: que el despliegue de tropas sobre territorio ucraniano no fue una maniobra largamente premeditada sino una respuesta defensiva a la arrogante provocación de la OTAN obamista-bidenista, "verdadera causante de la guerra". Esta idea fue defendida en varias oportunidades por John Mearsheimer, el principal internacionalista de la actualidad, y recientemente recibió un guiño del mismísimo Elon Musk.


No obstante, el análisis dominante en Washington durante la última década ha sido el de Rusia como estado codicioso y contendiente global de Estados Unidos y la OTAN, que sale de su área de influencia euroasiática y se proyecta sobre Medio Oriente y África, motivado por una vieja aspiración bioceánica. Esta narrativa de la Rusia codiciosa e imperial quiere encontrar sus orígenes en la ya mitológica Doctrina Primakov, aparente antecedente del nacionalismo putinista. Supuestamente gestada como reacción a la guerra atlántica contra Serbia, en la segunda mitad de los 90, la Doctrina Primakov se habría convertido en una batalla contra Occidente que se libra en todos los espacios de la tierra. 


Dentro de esta lectura, teñida de geopolítica clásica, Siria era la pieza del rompecabezas -o el punto de estrangulamiento- que unía la estrategia mundial del Kremlin. El mapa de la influencia rusa, elaborado por el historiador Gerardo Muñoz Lorente a partir de la lectura de los informes del Institute for the Study of War y otros centros de estudios, nos muestra el encadenamiento territorial: desde su control euroasiático del Cáucaso y el Caspio, asegurado en la guerra de Ucrania, Rusia se proyecta en Irán, Irak y Siria, y ello se convierte en la puerta de acceso al África del Sahel. La presencia rusa en Siria era un puente.


Mapa de la influencia rusa, de Gerardo Muñoz Lorente



Los grandes hitos de la tesis de la influencia fueron: i) el involucramiento de Rusia en la guerra civil de Siria a partir de 2011, que "salvó" a Al Assad; ii) la reactivación, en ese marco, de la bases militares (naval, aérea, terrestre) rusas en territorio sirio -que datan de principios de los 70, ya que el régimen de los Al Assad fue un aliado de Moscú durante la guerra fría-; y fundamentalmente, iii) la expansión al África del antiguo Grupo Wagner, la ya célebre empresa privada militar rusa, devenida en Africa Corps tras la muerte de su fundador, Evgeny Prigozhin. Los numerosos informes que dieron cuenta de la importancia de las bases rusas en Siria para el aprovisionamiento y la logística del Africa Corps, hoy desplegado en Niger, Mali y otros países del Sahel, daban sustento a la tesis del expansionismo ruso. Y un punto cúlmine sería el establecimiento de bases navales y grandes puertos comerciales rusos en el Golfo de Guinea, para controlar el acceso al Atlántico de los países del Sahel sin salida al mar. Consumando así la Rusia atlántica y mediterránea con la que ni zares ni soviéticos habían siquiera soñado.


Volvamos a Todd: ¿realmente existe esta Rusia de pretensiones globales infinitas? Tamaña ambición contrasta con las capacidades económicas limitadas de Moscú, pero además entrarían en contradicción con la doctrina y práctica del multipolarismo, que aquí y acá y en tantos otros textos es considerada como un elemento central de la visión de mundo de la Rusia de Putin. Si Rusia es civilizacional y multipolar, su geopolítica consistiría en afirmarse en su terreno euroasiático y actuar en otros espacios a partir de alianzas con potencias  regionales, a los que reconocería como tales en su visión multipolar. Pero no puede ser esto, y al mismo tiempo intentar tener control territorial directo y autosuficiente en tres continentes. 


Veremos en los próximos meses si acaso la caída de Al Assad es "el final de las ambiciones mediterráneas, africanas (y atlánticas) del Kremlin", o si más bien pone en evidencia la exageración de las especulaciones sobre la geopolítica rusa durante los últimos años. ¿Rusia quiere controlar el Sahel, o proveerlo de equipamiento militar? ¿Quiere controlar la costa atlántica africana, o aliarse con las potencias medias africanas del Atlántico? En la segunda forma de enunciar los acontecimientos están los intereses argentinos. Tras el caos de la caída de Al Assad vemos el orden de la geopolítica de las potencias medias: así como Israel, Turquía e Irán ya no esperan, y condicionan el espacio político en Medio Oriente,  o Marruecos y Nigeria lo hacen en el África atlántica que espera al Sahel, Argentina es un país que está construyendo una relación estratégica con Israel, y ello implica nuevas alertas de seguridad cada vez que algo sucede en Medio Oriente. Pero nuestros intereses permanentes se relacionan con la integración atlántica. Siria demuestra que es con las potencias medias que vamos a lograr las alianzas necesarias para conquistar nuestras metas.