Estos últimos días,
producido el arrollador regreso de Donald Trump a la Casa Blanca, en lo que
probablemente se trate de la experiencia política de masas más importante en la
historia de los Estados Unidos, algunos comienzan a sostener que se cierra así
el largo ciclo neoliberal iniciado en el año 1973. En ese sentido, días atrás,
Vladimir Putin afirmó que “la antigua estructura del mundo está desapareciendo
irrevocablemente, podemos decir que ya ha desaparecido, y se está
desarrollando una lucha seria e irreconciliable por la formación de una nueva”.
De este modo, mientras
este proceso que algunos denominan de post-occidentalización se puede
anatomizar en vivo (Narendra Modi dijo recientemente que los BRICS no son un
grupo antioccidental, pero que ciertamente no es occidental), en lo que
constituye para nosotros un muy difícil y agotador privilegio, algunos
analistas vernáculos de embarazosa cosmovisión insular, recostados en lo que
creen son “enfoques críticos” (mezcla de rebeldía juvenil incurable con
superstición de religiosidad laica) pretenden ver en estos momentos de
transmutación del orden mundial una retroversión al exacto punto histórico en
el que la posibilidad de una especie de opción tercerista (tercermundista mas
no tercer posicionista) pareciera presentarse en una próxima fase inminente. Replican
ese lugar agradable de símbolos conocidos, en el que la opción preferida no
sólo era posible sino también probable, escondiendo un mecanismo psíquico muy
habitual frente al cual hay que estar alerta y que consiste en ir corriendo al
encuentro del pasado en lugar del futuro incierto. Es más habitual, incluso,
parafraseando a Joaquín Sabina, “añorar lo que nunca jamás sucedió”.
Algo de eso pasó
con el BRICS desde su fundación. O lo que muchos desde el llamado Sur Global
han querido ver allí. Constituido el
“grupo fundador” en 2009 con cuatro miembros (Brasil, China, India y Rusia),
buscó contrapesar al G7 (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia,
Japón y Reino Unido) producida la crisis de 2008, tal vez el último capítulo (junto
a sus precuelas: la caída del Muro de Berlín y los atentados del 11-S), del
proceso de ruptura del orden post 1973. El ulterior ingreso de Sudáfrica en
2010 y la incorporación de la última tanda de naciones a inicios de este 2024
con Etiopía, Irán, Egipto y Emiratos Árabes (donde el ingreso del Reino de
Arabia Saudita queda stand by por razones que llevarían otros complejos
e interesantes desarrollos y el de Argentina por razones que no tiene sentido
desarrollar) han colocado hoy al BRICS+ representando el 35% del PIB mundial y
el G7 el 30%. Mientras el producto del grupo de las economías desarrolladas se
viene reduciendo un 2,6% desde hace una década, el de economías emergentes
crece año a año y concentra el 45% de la población total mundial, la que sigue
creciendo.
Sea un poco por
mandato y otro poco por los hechos de la historia reciente en nuestra región, hay
en algunos expertos una exageración un tanto melancólica en la pretensión
integracionista, al menos en la actual coyuntura suramericana, sobre todo
respecto de la situación política interna de varios de los gobiernos del
espacio geográfico en cuestión. Esa falta de estabilidad y consensos básicos
condicionan los avances en materia de integración regional. Las “ventajas
competitivas” que se dieron a principio de los 2000 en América del Sur en
materia de liderazgos regionales son hoy inexistentes. Los activos de aquella diplomacia
presidencial, interpersonal, que agilizaba y profundizaba estas posibilidades,
se ve paralizada (más allá de simpatías o alguna que otra sintonía política o
identitaria de coyuntura) reconduciendo las relaciones regionales a un estadio
de continuidad perenne de baja intensidad, defensiva, más concentrada en
minimizar impactos negativos que en capitalizar oportunidades y lograr avances
de modesta ambición. Las actuales relaciones argentino brasileñas son un
ejemplo de lo que pretendemos graficar.
Frente a esto, como
si todavía se estuviera en una fiesta en la que se prendieron las luces y la
música dejó de sonar, algunos analistas locales no se dan tregua en sus extraviadas
apreciaciones y denuncian el accionar de Brasil en el veto a la incorporación
de Venezuela al BRICS+ en la última reunión del grupo en Kazán insinuando con
más o menos énfasis un mandato de unidad nuestroamericano que opera más en el
campo de lo emocional que en el de las relaciones internacionales en las que,
parafraseando a un viejo diplomático argentino de mil batallas, “no existen los
santos”.
Para comprender el
papel de Brasil en este evento, hay que tener presente que incluso el proceso
que culminó con la aprobación de los países miembros del BRICS a que la
Argentina se incorpore al grupo fue un largo recorrido que inició un año
después de que el propio bloque se constituyese allá por el 2010 (año en que se
suma Sudáfrica) cuando en la Argentina vibraba el clima de época del Bicentenario
y muchos se entusiasmaban, entre otras cosas, con el take off a nuestro
destino manifiesto vía BRICSA. Fueron casi quince años luego en los que se
terminó aceptando no sólo el ingreso de nuestro país al bloque, sino el de los
mencionados Etiopía, Irán, Egipto, Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos. La
historia reciente cuenta que también en el caso propio Brasil se opuso al
ingreso argentino al bloque y que la presión de China sobre el gigante suramericano
lo obligó a aceptar (muy probablemente en el cabal entendimiento del rol que le
cabe a la Argentina en esa relación y su consecuente proyección global). Es de suponer
que, en pos de la sana convivencia del bloque, los planteos brasileños hayan
sido escuchados esta vez y, cuanto menos, esta negativa momentánea demore el
ingreso de Venezuela, que hace cola junto con Nigeria, Indonesia y Bangladesh,
entre otras potencias medias emergentes.
Pero volviendo al
punto, no hay que soslayar algunos aspectos. Tanto con Lula Da Silva como en
otros momentos de la historia regional, Brasil siempre ha jugado a mandar en el
vecindario suramericano. Las implicancias de las tensiones que la situación
venezolana genera en el norte del Cono Sur, en particular en la frontera norte
brasileña, es algo que en Argentina no suele ser debidamente abordado. A su
vez, Venezuela representa también un problema en la otra costa del Mar del
Caribe para los Estados Unidos. El tablero en el que estos actores juegan puede
interpretarse de esta manera: así como Ucrania (y todo lo que ella trae
consigo) es un problema del otro lado de la frontera rusa, Venezuela es un
problema del otro lado de la frontera norte brasileña y del otro lado del Mar
de Caribe para Estados Unidos. En la división que a lo largo de la historia han
hecho de las respectivas zonas de influencia en el continente entre Estados
Unidos y Brasil, el haber intentado este último, en cumplimiento del papel que
le cabe, mantener el problema encapsulado y con guante de terciopelo lo pone en
la peor de las situaciones: el ridículo.
El peón que la OTAN
posiciona en las narices de las filas enemigas con Ucrania es lo que Venezuela representa
en este juego para Estados Unidos, y de rebote Brasil, que no quieren que se
vean los hilos que conducen a Moscú. Por eso el juego de Brasilia es de lo más
interesante en esta historia. Aquí el dato no es la reacción de Venezuela,
conocida por la sobrerreacción de sus líderes, o el omnisciente silencio chino
que siempre aturde, sino la avanzada rusa en otro campo y con nuevos modos, que
en el marco de las salvaguardas de sus intereses específicos no tiene escrúpulo
en exponer a Brasil.
Como es por todos
conocido, las últimas elecciones presidenciales en Venezuela no han satisfecho
a varios de los gobiernos “progresistas”, esto es aliados (aunque en algunos
casos con reservas) de la región utilizamos el término “progresistas” porque
entendemos que los liderazgos del PT, Petro y AMLO/Scheinbaum son legítimas
representaciones de lo que esa categoría en Latinoamérica representa.
En efecto, Brasil,
Colombia y México solicitaron al Consejo Nacional Electoral de aquél país que muestren
las actas que respaldan el resultado que el presidente Nicolás Maduro se
adjudica (y que Putin reconoció también con expresas palabras en Kazán) y que
tanto sectores de la oposición como actores de la “comunidad internacional” no
le reconocen (una comunidad internacional cada vez más acotada y cuyo orden
basado en reglas agoniza). Esta actitud, sumada al pedido de detención del
candidato a presidente por la oposición, Edmundo González Urrutia, hoy exiliado
en España, ha llevado la tensión a momentos de indisimulable incordio para
estos gobiernos Penélope.
Días antes de la
asunción de Scheimbaun el 1 de octubre pasado, Cristina Kirchner estuvo en
México donde brindó una conferencia en la que, entre otras consideraciones,
solicitó al gobierno venezolano que “por la memoria de Hugo Chávez” muestren
las actas, cuadrando su posición con la de los países (y sus líderes) más
arriba reseñados. Durante la conferencia de cierre de la reunión de los BRICS+ en
el mismo acto en el que Putin reconocía la legitimidad del proceso eleccionario
en Venezuela, dijo que el presidente Maduro -que por cierto se encontraba
presente- mantenía en alto las banderas del Comandante Chávez. Finalmente
afirmó que no estaba de acuerdo con el veto brasileño al ingreso del país
caribeño, pero que las cosas en BRICS+ se resuelven por consenso, por lo que
invitaba a ambas partes a resolver las diferencias dentro del ámbito bilateral,
de modo de poder avanzar en lo sucesivo con la incorporación venezolana en un
futuro próximo.
Desde entonces, autoridades
del gobierno venezolano han afirmado que Itamaraty (ya desde la época del golpe
de Estado al presidente brasileño Joao Goulart) es una institución vinculada a
los interesas del Departamento de Estado norteamericano y sugirieron la
posibilidad de declarar persona non grata a Celso Amorín, histórico
canciller de Lula 1 y 2 y representante de Lula 3 en Caracas durante las
últimas elecciones, por considerarlo un “enviado” y un “instrumento” de Jack
Sullivan, consejero de Seguridad Nacional del presidente Joe Biden. A la fecha,
los gobiernos “progresistas” siguen sin reconocer formalmente la elección de
Maduro. Pensar que existe riesgo de que Lula finalmente no lo haga forma parte
de las miradas más entusiastas, contrarias al interés de cada uno de estos dos
gobiernos. Nuevamente, el presidente Lula no quiere incrementar las tensiones
del otro lado de su frontera y sabe perfectamente que Maduro permanecerá allí
un buen rato. Los gestos de Brasil son elocuentes en acciones como ésta y en el
veto en Kazán. Responde en el momento preciso y con un golpe donde duele; al
mismo tiempo envía un mensaje al Kremlin marcando la cancha.
Terminada la
cumbre, Putin anunció que no asistirá a Río de Janeiro el próximo mes de
noviembre por razones que todos conocen, donde se celebrará la reunión del G20
en la que el presidente del PT anfitrionará a los líderes globales, ahora, con
una agenda lejana a los BRICS+, como es el caso, por ejemplo, de las políticas
para propiciar el “empoderamiento de la mujer” que Argentina, por expresa
instrucción de su presidente, no suscribirá. La plasticidad brasileña en la
actual distribución de roles en el orden mundial sorprende por lo aguda,
afinada y decidida, ejemplificando los equilibrios y sus márgenes de autonomía
que se pueden desplegar en el actual estado de cosas.
En este bloque de
economías en desarrollo es disímil la alegría que genera la victoria de Trump. Por
lo pronto, el presidente electo manifestó su disconformidad con los BRICS+ y
expuso las dificultades que generaría a la economía americana la nueva moneda común
que busca desdolarizar el comercio exterior entre sus miembros. Es indudable
que el proceso de transición de poder que experimenta el mundo y del que los
Estados Unidos son parte sobresaliente ofrezca episodios que permiten
entusiasmos relativos olvidando, a veces la parte que, de momento, no se ve.